jueves, 28 de mayo de 2009

EN LA ESCUELA












EN LA ESCUELA






Los alumnos están fuertemente subordinados a las categorías y normas escolares por la omnipotencia del maestro. En esta vinculación entre el escolar y el maestro, se manifiesta con más claridad la aspiración a una fuerte unidad, no desprovista de conformismo.
“El maestro nos conoce”, frente al maestro, los niños se sienten “transparentes”, tienen la impresión de que el maestro ve a través de ellos. “La maestra conoce el carácter de los niños, si trabajan o no, si son voluntariosos o no, la maestra es todopoderosa, logra verlos aun cuando esté dándoles la espalda y escribiendo en el pizarrón, tiene ojos detrás, a los lados de la cabeza”. Puesto que el maestro conoce a los alumnos propone sólo ejercicios adaptados a su nivel, lo que impide toda protesta y obliga a sentirse potencialmente culpables. “No sirve de nada, si los maestros dicen que ella tiene que repetir el año, vale mas que repita”. Este temor infantil va a la par con los progresos constantes del entusiasmo “científico” por los niños, por los conocimientos que apuntan a distinguir más al individuo en germen de la infancia, a veces en contra del niño mismo.
En la escuela, los chicos se describen a si mismos en el lenguaje del maestro, así, los niños deberán ser juzgados en función de su trabajo escolar. Los malos alumnos son los menos gentiles de la clase… Se burlan de todo el mundo. Los buenos alumnos y los grupos hasta llegan a afirmar “yo no diré las palabrotas que ellos (los malos alumnos) se dicen entre sí”. “El mal alumno no hace lo que se le pide: hace dibujitos mientras uno trabaja”. Los alumnos retoman por su cuenta, el discurso de los docentes: “sus padres no lo hacen trabajar”.
La continuidad implícita entre la imagen de la persona y el juicio escolar aparece aún más claramente cuando preguntamos a los alumnos en un juego de asociación libre, los adjetivos vinculados con “Buen” y “Mal” alumno. En cuanto al buen alumno es definido por los docentes: perseverante, trabajador, atento, según el lenguaje del boletín escolar: “resultados satisfactorios”. El mal alumno, que también es un mal chico, tiene por añadidura malos padres.
Todo depende de la mirada del maestro, así, el trabajo personal en clase es fuertemente valorado por los escolares porque “si uno trabaja bien en clase, no se tiene nada que hacer en casa después”. Pero sobre todo, trabajando ante el maestro el sentido del trabajo es inmediato. “El alumno prepara las cosas y después se las va a mostrar al maestro, y el maestro dice lo que piensa de todos los dibujos”. La maestra no debe hacer distinciones, y debe asegurar a cada uno. “Ella dice: ¡ah si es muy lindo!. No va a decir: ¡Ah, tú, tu trabajo es particularmente lindo!. Por supuesto les gusta trabajar con maestros gentiles, amables, divertidos, etc. O aún cuando, soñador, el niño pierde su mirada fuera del aula es porque el maestro lo descuida. Además desde el punto de vista de los alumnos, las posiciones en la clase testimonian esta dependencia: delate, muy cerca del maestro, los buenos alumnos; atrás, lejos del maestro, los malos alumnos. Estas posiciones son percibidas como una geografía del afecto que el maestro siente ante cada alumno y, más allá, de sus resultados escolares.
El deseo de acaparar la atención del maestro es tal, que los buenos alumnos de los grupos escolares se declaran hostiles a la mezcla de niveles en la misma clase. Se pronuncian masivamente por clases homogéneas. Así el maestro se ocuparía de todo el mundo al mismo tiempo. La socialización es comprendida entonces como el proceso de subordinación de las pulsiones egoístas del niño, a sentimientos capaces de asegurar la vida moral de la sociedad. El tono imperativo del educador desempeña un rol sobre todas las demás. La relación con el maestro aparece como el útil esencial de la educación, contra los límites de la familia y la influencia desordenada de los grupos de niños. Para Durkheim, como para casi todo el pensamiento pedagógico clásico, es por la palabra y el gesto que el maestro vierte su conciencia, es decir la sociedad, sin más, en la conciencia del niño. Su rol y su potencia presumida son tales que, a fin de evitar la repetición de los caracteres personales de los maestros en generaciones enteras de niños, hay que multiplicar los docentes para diversificar las influencias. El niño es reconocido como autónomo, dotado de su creatividad y de una sociabilidad propia. La severidad pedagógica está en adelante inclinada hacia la economía de los sentimientos y la expresión de las personalidades. Pero fuerza es constatar que este material viene más bien en auxilio de Durkheim y de una representación clásica de la socialización. La experiencia escolar infantil está dominada por un principio de integración y colocada bajo la influencia profunda del maestro, pero no se puede seguir este análisis hasta el fin, porque el mundo de los escolares está atravesando por una tensión latente entre el niño y el alumno, según cierta discontinuidad de la escuela y de la sociedad.
A la fuerte integración del mundo escolar, se opone la división esencial entre los distintos dominios de la acción, la escuela y la “vida”. Los niños mismos construyen una separación entre su mundo escolar y su mundo infantil, distinción que engendra la formación de dos caracteres. El alumno puede pensar que una parte de su carácter queda opaca ante la mirada del otro, especialmente la del maestro y la de los padres.
La clase siempre es vivida como un conjunto de obligaciones: el lugar asignado, las reglas que hay que observar, los horarios que hay que respetar. Se opone entonces la gestión de los cuerpos o la exigencia de prolijidad, en pocas palabras la disciplina escolar, a la libertad del espacio familiar. “En casa hace uno lo que quiere, en clase uno no hace lo que quiere”. Pero al mismo tiempo, la escuela autoriza lo que la casa prohíbe. “Decir palabrotas en el patio, cuando en casa nunca las digo”.
Las categorías del juicio escolar se imponen, aunque la clase sea vivida como un lugar de obligaciones que varían según las condiciones de trabajo. Un alumno explica su desatención en clase así: “Se piensa sobre todo en la casa cuándo hace mucho calor en clase, y se hace verdaderamente duro trabajar… Uno está fastidiado a causa del calor, y además la maestra grita… No se puede trabajar más en clase, uno traspira.
Desde el punto de vista de los maestros, no hay verdaderas tensiones entre los dos aspectos del escolar. Al contrario, todos subrayan la fuerte dimensión afectiva del lazo pedagógico. Una de las características mayores de la escuela primaria reside aquí en la voluntad de establecer una continuidad entre la infancia y la experiencia escolar. Al contrario de lo que sucede en el colegio –donde el adolescente es sentido como una amenaza para el orden escolar- la escuela primaria recibe a los niños con los escolares. La relación pedagógica ha evolucionado, en el seno de la escuela primaria, de un modelo tradicional en el que la posesión del saber dispensa de la pedagogía, a un modelo pedagógico que refuerza la mediación afectiva.
Si la preocupación por el “niño realizado” armoniza bien con el del “niño razonable”, es porque el mismo vínculo pedagógico se ve influido por la afectividad. Las dimensiones afectivas y cognoscitivas del oficio se refuerzan mutuamente. Si se explican cosas a los chicos, es porque son tomados como personas susceptibles de “comprender las cosas”, pero también porque la relación está teñida de afectividad. La afectividad es percibida como si fuera el corazón de la autoridad pedagógica. Los niños son mantenidos en el terreno de lo afectivo, para causarnos placer hacen las cosas. Nada lo demuestra mejor que la tristeza confesada y confesable de la partida de los alumnos en vacaciones. Sobre ese punto las reacciones de los maestros son parecidas a las de los escolares. El fin de año es siempre un momento difícil, algunos “revientan”. El “amor” y el “respeto” como la pena de las separaciones, se renuevan todos los años.
Los maestros como aquellos docentes de pueblo que habían dado clases a más de treinta promociones, desean seguir a sus alumnos. Los colegas se juzgan entre sí en función de su “devoción” y de su “egoísmo”, más que en función de sus métodos. Sin caer en las imágenes fuertes de la “vocación” o del “sacrificio” aquí aparece una ruptura. La distinción es sutil pero a sus ojos llena de sentido.
Es la relación con el escolar, más allá de cualquier otro criterio, lo que define confianza y desconfianza entre los docentes. Poco importa sino se tiene la “misma pedagogía”, si “se siente un poco de envidia”, si, “se siente una abertura donde se sabe que el colega no tiene anteojeras”. A partir del momento en que el público que tenemos delante evoluciona, cambia, se renueva, es diferente simpre.

BIBLIOGRAFÍA

Dubet, François y Danilo Martucclli. “El maestro todopoderoso”. “La división
del mundo de los niños” y “El alumno es también un niño”, en En la
escuela Sociología de la experiencia escolar. Español. Losada 1998.
pp. 95-102 y 165-168.


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